Me gustas cuando callas porque estás como ausente...
Hay veces en las que las tardes se hacen exclusivamente para sentarte frente a una ventana desconocida. En la ventana ves pasar a las personas que corren o caminan; los coches que no detienen su marcha para mirar el cielo. Degustas una compañía con todos tus sentidos... la vista se recrea en la belleza que su rostro encierra y en el arte de sus manos y sus labios mientras habla. El oído se deja llevar por el tejido que su voz de Aracné crea en la mente. El olfato nos lleva por otras memorias y algún etéreo aroma que se asoma mientras seguimos conversando. Gusto de vivir un café, de sorber y disfrutar, con una especie extraña de lujuria que pocas veces me doy el tiempo de practicar. Y sentir sin tocar, el corazón de una compañía que puede seguir hasta convertirnos en piedra.
Hay veces en las que no basta un strudel para dos y hay que compartir más, siempre algo más. Cuando de pronto te das cuenta de que a nadie le habías dicho esa parte de tu vida con tanta tranquilidad. Y que las heridas sanan al darles el viento que viene de otros lugares, al ver que conociendo al otro nos conocemos a nosotros mismos.
Hay veces en las que las tardes se van muriendo poco a poco, pero la luz sigue existiendo, porque la luz la creamos nosotros. Un tiempo de gracia en que aunque los horizontes se nublen o se llenen de oscuridad, la claridad de la palabra y de la risa sigue viva dentro del mundo que nos creamos para nosotros.
Y así, mientras voy recordando el sabor del mokaccino, el sonido de su risa, la sublimidad de sus ojos y la forma en que sus mejillas dejan paso a un pequeño mordisco del viento; pasan mis dedos e intentan hacer este tosco esbozo de prosa para conmemorar y agradecer una tarde muy especial.
Mil gracias, niña de chocolate.
Hay veces en las que no basta un strudel para dos y hay que compartir más, siempre algo más. Cuando de pronto te das cuenta de que a nadie le habías dicho esa parte de tu vida con tanta tranquilidad. Y que las heridas sanan al darles el viento que viene de otros lugares, al ver que conociendo al otro nos conocemos a nosotros mismos.
Hay veces en las que las tardes se van muriendo poco a poco, pero la luz sigue existiendo, porque la luz la creamos nosotros. Un tiempo de gracia en que aunque los horizontes se nublen o se llenen de oscuridad, la claridad de la palabra y de la risa sigue viva dentro del mundo que nos creamos para nosotros.
Y así, mientras voy recordando el sabor del mokaccino, el sonido de su risa, la sublimidad de sus ojos y la forma en que sus mejillas dejan paso a un pequeño mordisco del viento; pasan mis dedos e intentan hacer este tosco esbozo de prosa para conmemorar y agradecer una tarde muy especial.
Mil gracias, niña de chocolate.
El nombre es por el Master Jedi, sí.
ResponderBorrarY tú... gracias por la visita y el comentario... aunque no entendí muy muy bien