29 enero 2007

Terra Aztecanensis

Cada aventura guarda un sitio especial en el corazón del hombre, cada día tiene una huella especial que a veces [con mucha suerte] perdura en el tiempo.

Salimos de noche, buscando volver pronto, porque estar lejos no es bueno cuando hay tanto porqué quedarse. Nos fuimos como pequeños peregrinos, simplemente para poder gozar después (a penny saved is a penny earned) de las delicias de la tierra que nuestros ojos verían. Y así, dispuestos con el corazón por delante y una meta fija, zarpamos (o más bien partimos) de Oaxaca capital, casi al cambiar de día, en el momento más oscuro de la noche.

El viaje, aunque sin contratiempos, nos dejó algo desgastados. Arrivamos a la ciudad que antes estaba poblada de canales cuando aún no amanecía. El sol venía corriendo, pero aún no asomaba su rostro en aquel cielo, cargado de IMECAS. (no es una antigua tribu nahuatlaca) Así, nos dispusimos a reponer el estómago para la jornada que nos esperaba. En la rotonda del mesón al que nuestro carruaje nos condujo comimos. No fue un desayuno opíparo y, sin embargo, sirvió para reponer las energías de nuestros envoltorios de carne y hueso. Enchiladas verdes, cielo claroscuro. Barajas rojas, cielo azul claro.

Llegó la hora de salir a la urbe. Entramos en aquellos enormes cajones anaranjados, con mucha gente y llenos de símbolos. Bajamos y seguimos caminando, sólo para no perder la costumbre de usar las piernas. Volvimos a aquel atiborrado y viejo tren para que nos diera el último empujón. Luego, la superficie nos recibió con los comerciantes limpiando sus banquetas; las mujeres ocupando los primeros puestos en aquella sociedad urbanizada, dirigiendo a los malhumorados que llegaban tarde a sus diligencias. Sí, estábamos ahí, tan joven y tan antigua, la ciudad se abría ante los ávidos ojos que volvían a recorrerlo todo. Vizcaínas, Bolívar, República de Uruguay, San Juan de Letrán, Francisco I. Madero. Todo como siempre, como lo encontraron aquellos primeros blancos, aunque desecado y lleno de gris. Tuvimos que dar vueltas antes de comenzar a gestionar aquello que nos había hecho recorrer tan larga distancia.

Después de dar algunas vueltas, nos resignamos a ir al palacio blanco, subiendo por Eje Central hasta llegar a la Alameda Central, sólo que sin el domingo ni la Catrina. Tocar el mármol del palacio y sentarnos para oír la música nacida del genio de hombres que no conocimos, pero admiramos. Al ritmo de Hey Jude, con el anuncio profético de que aquél sería un buen día para nosotros, llenos del pulmón verde encapsulado, aterrado, reducido, intimidado por la mancha gris; nos dirigimos a nuestro destino.

Unas cuantas y hábiles preguntas que nos dejaron tal como al principio. No habría modo de arreglar el pequeño cajón mágico de color blanquecino; tendríamos que ir a otro lugar. Después, otra sesión de cuestionamientos para dar con el mentado sitio. La colecta de información no costó tanto trabajo, aunque debo reconocer que la plaza es realmente grande. Unos tacos en Uruguay y Bolívar para reanimarnos, un brebaje negro que repone azúcares y ¡adelante! Terminamos convencidos de que lo mejor era ir al puesto que ya habíamos identificado con mucha anterioridad.

Y vimos como la magia fue hecha. Delante de nosotros se nos cayeron las vendas de los ojos y entramos al mundo aquél. Y ya, lo demás fue coser y cantar. Poco a poco las nuevas y poderosas armas, amantes, compañeras se fueron formando en el límbico mostrador. Unos cuantos ajustes, la tecnología (casi magia) hizo lo suyo. Las sonrisas llegaron a nuestros labios al verlas ahí, de pie frente a nosotros. Una parte de nosotros pudo haber exclamado "esto es card-ne de mi card-ne y chip de mis chips". Bien, sólo había que volver para completar aquella misión.

De este modo, dejamos atrás el viejo zócalo y su locura cotidiana. En un bicho verde, hacinados con nuestras compañeras llegamos a la terminal. La compra de los boletos fue sencilla y la sala de espera, mejorada, nos recibió después de haber comido (o un acto parecido) una pizza mínima. (Personal, ¡cómo se ve que no saben lo que como yo!) Estar en esa central pudo traer muchos recuerdos a mi mente, pero no lo hizo, decidí que no lo haría. Para asegurarme de mi triunfo final dejé una colilla muerta en el cenicero que está justo al entrar a la sala de espera.

Luego de etiquetar el equipaje, confiar a nuestras preciosas compañeras a las valientes (o al menos limpias) manos de los estibadores, comprar algunas chucherías supuestamente comestibles, escuchamos el nombre dado a nuestro terruño. Abordamos luego de una corta revisión y nos dispusimos a disfrutar de las pequeñas pero significativas comodidades del carruaje. Y es que la tortuosa ida tuvo su recompensa en el regreso.

Al volver a casa el cansancio agobiaba nuestros débiles cuerpos. El espíritu permanecía firme y ansioso. Pero éste sabía que aquéllos tenían que descansar para que al día siguiente todo quedara como debía.

Éste, querido lector, es el parco relato de la gran travesía que Oscar y yo hicimos hacia "tierra azteca", como mi buen hermano la llamó. Estamos de vuelta y yo te escribo estas líneas desde mi nueva y mejorada máquina. Su nombre tal vez sea NIX, como la diosa griega de la noche. En fin, eso realmente es accidental.

1 comentario:

  1. jaja amiguito Oti, no sabía q tu también irías a México, oscar me había comentado q iría el, pero se salto ese pequeño detalle. Cuando me comentaste q no estabas en la ciudad, instantaneamente imagine q estabas con el queridisimo mio, y me vino una sonrisa, me los imagine a los dos de viaje, y te lo prometo q me emocione mucho, como si yo estuviera ahí... creo q son muy bueno amigos, creo q más q amigos, son buenos hermanos. Estas aventuras no se olvidan, me alegra q hayan regresado con bien de la hermosa ciudad de Mexico (me encanta ir a México, aunq sea una ciudad toda agitada). Ojala y tengan muchisismas más aventuras asi, en fin oti,el sueño me gana y mis ojitos insisten en dormir, q lindo relato, de lo mejor.. gracias por compartir su patoaventura..
    hasta pronto

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