Movimiento 2
De Kalamazoo a Chicago en tren
Anuncian una salida, estaba distraído pero escuché la palabra “Chicago” y me inquieté. Nuestro tren no había llegado aún, así que supuse que sería un autobús. Sin embargo, un do mayor prolongado, agudo y vibrante me confirmó que el anuncio era de nuestro tren. Repitieron las instrucciones de abordaje, pero creo que estaba demasiado emocionado para entender el inglés de las bocinas. Abordar un tren tampoco es un asunto complicado, no hay más que poner un pie en cada escalón, una mano en la barandilla por seguridad, una sonrisa para el hombre que nos da la bienvenida y un poco de tino para escoger un buen asiento. Todo eso hice. En cuestión de pocos minutos nuestro tren estaba listo para partir. Dos pitidos más apenas audibles en el coche de pasajeros, pues los vidrios son muy gruesos para protegernos del frío, anunciaron nuestra partida. Mi primer viaje en tren iniciaba “oficialmente”.
Cuando era niño, mi padre hablaba de cómo era viajar en tren. En aquel tiempo, era toda una aventura ir a “El Tule” una población situada a pocos kilómetros de la ciudad capital a la que se llega en 30 minutos a lo sumo, que en los años cincuenta duraba 4 horas en llegar. Para la familia de mi abuela paterna, Isabel Cruz Ortiz, el comercio era la forma de vida: eran alfareros y se desplazaban con sus productos por el estado mediante las redes del ferrocarril. Es curioso, pero fue precisamente Porfirio Díaz quien introdujo el tren a Oaxaca y cuenta la leyenda histórica que, cuando llegó a Tehuantepec, ordenó que el ferrocarril pasara por la casa de su amante, como un tributo amoroso muy original. Digo, ¿A quién le gustaría escuchar todos los santos días el pitido del tren? En fin, de cualquier forma, Juana Cata (la dama en cuestión) tuvo el tren a la puerta de la casa, lo usara o no.
Al iniciar el viaje, me percaté que estábamos yendo hacia atrás, bueno… que avanzaba de espaldas, más bien. Me puse a pensar en aquella lectura de mi infancia sobre la relatividad, sobre avanzar o retroceder, que si íbamos en un ferrocarril había un movimiento absoluto, pues el carro nos llevaba, pero también un movimiento relativo del que éramos más conscientes, mis dedos en la computadora ahora mismo, por ejemplo. ¡Qué cosas leía cuando era un mozalbete! ¡Luego por qué andaba tan “groovy” a los 11! En fin, que ahí vamos…. No escucho el “chu-cu, chu-cu, chu-cu”, pero el pitido sigue allí, me encanta como hace: siempre que lo escucho, recuerdo una canción de Arjona donde dice que afinaba su guitarra con ese sonido en particular. Un Do mayor. Creo que la canción se llama México.
Heme aquí ahora, lejos y cerca, a la vez, de ese México, con mi pensamiento y corazón. Voy viajando por campos un poco tristes aún, producto de uno de los inviernos más duros, no sólo de mi vida, sino de Michigan. Las casitas vienen y se van todas ellas construidas de madera, con cimientos de concreto y sótanos para pasar algunos fenómenos. Campos pardos y un tanto yermos se extienden hasta una línea de cerros más bien parcos en altura. El cielo se ha tendido con una capa entre lechosa y grisácea, aunque brillante, tan brillante que no puedo mirar al cielo por mucho tiempo, me lastima los ojos. Tal vez sea hora de dormir un poco. Carezco de compañero de asiento, así que podré estirar un poco las piernas. Pareciese que estoy un poco destinado a estar solito en este sitio: sin compañero de habitación, sin novia, sin compañero de asiento. ¡Válgame!, he puesto la novia entre los acompañantes, tal vez sea porque mi alegría sería más completa si tuviese con quién compartirla, pero entonces no escribiría estas líneas.
Con mi regazo tibio por tener la computadora en mi regazo, los ojos cansados después de la desvelada de anoche, la vibración constante del ferrocarril que resulta deliciosamente adormecedora y el cansancio acumulado de diez semanas cierro el ordenador listo para ir a los brazos de Morfeo. Espero despertar antes de que lleguemos a Gary.
PARTE II
Acabo de despertar y me entero por el ruidoso hombre en el asiento de adelante que atravesamos la frontera de Indiana, o algo así. El hombre ha estado arrullando mi sueño, pero ahora está un poco enojado porque su hija, aparentemente, gasta mucho dinero en gasolina, le grita a la que supongo será su esposa por el teléfono. Bendito sea el celular que facilita la amena comunicación conyugal, y de paso nos arruina el sueño a los estudiantes que queremos descansar tanto del inglés como de la realidad. En fin. Salió un poco de sol, ilumina el borde de mi pantalla y me hace sentir mejor, eso de viajar en tren es entretenido también. Una pareja joven está en el asiento contiguo al mío, parece que acaban de despertar igual que yo. Un bebé llora al frente del carro, mi ruidoso vecino se levantó para ir al baño y dejó de hablar por teléfono. Ahora se pueden escuchar los murmullos de las conversaciones entre los demás pasajeros y un pequeño y débil “zum-zum” porque nos cruzamos con otro tren en este preciso instante. La luz se interrumpe por breves lapsos y me recuerda al metro de la Cd. De México, con la diferencia de que estoy sentado y puedo tener la computadora en mi regazo: algo impensable en la antes llamada Tenochtitlán. Mi vecino ruidoso se queja de no poder fumar y conversa con un negrio muy simpático que me recuerda al rey de Shrek Tercero ligeramente. Damos una vuelta de cuarenta y cinco grados.
Cuando mi padre iba de Tehuacán a Teotitlán, en 1969, justo al salir de la normal de maestros de primaria y trabajando en Huautla de Jiménez en aquél año, no hubo espacio para él en el carro, así que tuvo que irse entre dos carros, en el pequeño y peligroso espacio que limita entre el calor y el confort del tren y el inclemente frío de noviembre a las cinco y media de la mañana en cualquier montaña en la Mixteca oaxaqueña. En una vuelta similar a la que dimos apenas, los dos carros quedaron muy cerca uno de otro y prensaron los dedos de mi padre. Por eso tenía chueco el índice y medio de su mano izquierda. Cada vez que narraba la historia, mostraba los dedos con un cierto orgullo, como guerrero que sobrevivió mil luchas.
Llegamos a un pueblito, no sé dónde estamos, ni cómo se llama el lugar. En realidad sólo hay grandes galeras, como bodegones o algo así. Tal vez sea Gary. El sol brilla más aquí y ahora ilumina toda mi pantalla, haciendo más difícil la lectura, sé lo que escribo gracias a cierta experiencia en mecanografía. Mi vecino ruidoso vuelve a la carga, parece que ahora es alguien más. ¿Será su amante? No, tal vez su hija.
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