Movimiento 1
Del colegio a la estación
Salí del Colegio por Academy Street alrededor de la una y media, con un cielo nublado y una ligera brisa helada, que me recordaba que la primavera iniciará cuando quiera, no cuando lo indique el calendario. Después de una corta caminata llegué a las vías. Recordé las palabras de Pablo y Charlie, de quienes me despedí regalándoles un pequeño caramelo, pero decidí que seguiría las vías con un aire nostálgico en mi gesto.
Cuando estaba en preparatoria, mi novia vivía a escasas cinco cuadras de la antigua estación de ferrocarril de la ciudad. Recuerdo algunas tardes, cuando la iba a dejar a su casa, que pasábamos un buen tiempo caminando sobre las vías, ahora viejas y en desuso, pero que en algún tiempo condujeron a mi abuela y sus hermanos en sus rutas comerciales. El suave viento vespertino nos acariciaba, a veces una ligera llovizna lo refrescaba todo, y se podía decir que, dentro de nuestra pequeñez, éramos felices. La gravilla que se tornaba resbalosa bajo nuestros inquietos pies, tan inquietos que alguna vez tuve que ayudarla a llegar a casa, con su tobillo lastimado… fueron buenos tiempos.
Salí, pues, de la pequeña burbuja y dejé atrás todo un semestre cargado de trabajo, lecturas, interesantes conferencias y bellos conciertos. Un corazón ansioso, nostálgico y nervioso se encaminó siguiendo las vías, paralelas a Stadium Drive por cierto. Al irme supe que, de algún modo extraño, estaba volviendo. El piso era suave, mullido y tibio, producto de las ligeras lluvias de los días pasados; el sonido de la grava bajo mis pies amenizaba las tres canciones de Alejandro Filio que dulcemente marcaban el ritmo de mis pasos. Hay algo mágico al caminar, seguir tus pasos puede ser la experiencia más enriquecedora que te puedas imaginar. Después de algunos tumbos y brincos por entre los durmientes, sintiendo el peso de mi maleta en mis hombros, llegué a mi destino. El olor tan particular del McDonald’s me lo notificó. No podría describirlo, huele a aquello que odiaba de pequeño por considerarlo una comida totalmente artificial (y artificiosa), pero que amé una noche, volviendo de Detroit porque cuando el hambre aprieta, un pedazo de cartón que llaman hamburguesa conforta la pena del cuerpo. Así, viendo una fila de autobuses parados, supe que ahí debía ser mi punto de llegada y partida.
Entré a la estación y compré el boleto. El ambiente de la sala de espera es un tanto tristón, como si el tiempo se hubiera detenido mucho ha, como si las personas se quedaran mirando fijamente sin saber hacia donde los llevan los trenes que abordan, sin saber siquiera porqué los abordan. Hubo un reloj que llamó particularmente mi atención. Se trataba de un aparato circular que asemejaba aquél que vimos en una película de los ochenta: “Volver al futuro” Hasta tomé una fotografía (de la que me siento un tanto orgulloso) Me dio la impresión de estar iniciando un viaje especial, algo inolvidable, algo que valía la pena pagar unos dólares extras.
Miré que faltaban unos cincuenta minutos para abordar y me dispuse a sentarme y observar un poco a la gente que esperaba sus transportes. Me aburrí un poco después de cinco minutos. Volví a levantarme, buscar algo que hacer, ir a tomar agua, explorar la pequeña estación con un remedo de miscelánea al final. Vi los baños, pero no me atreví a entrar, simplemente porque no tenía muchas ganas de seguir explorando. ¡Qué poco me duró el espíritu aventurero! Lo pienso, sonrío y me digo a mí mismo que la aventura no debería medirse por cuántos sitios has visto, sino cuántos has conocido.
Vuelvo a mi sitio y saco la cámara. Me asalta un pequeño temor: ¿Estará permitido tomar fotografías en este sitio? Después de todo, los estadounidenses son un algo paranoicos y bastante quisquillosos respecto a su “sagrado espacio privado”, pero igual me la juego. Quito el flash y comienzo a tomar fotos clandestinas de las personas que me circundan en los asientos vecinos. Es como si fuese un agente de la CIA recopilando información para organizar (raro) otro golpe de estado en la ya tan herida América Latina. Lo pienso poco, después de todo, no me hace gracia la analogía. De pronto, me distrae la señal de baja batería de mi aparato. “¡No puede ser!”, me digo, mientras lo apago para ahorrar el máximo de energía posible. No tengo pilas de repuesto y eso sólo significa que tendré que comprarme algún par en la farmacia o en algún sitio en Chicago. Me calmo, sabiendo que no puede afectar tanto mi presupuesto, y dejo la cámara en mi mochila: mi única compañera de aentura por ahora.
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