Depués de tanto tiempo, debo reconocer que de vez en cuando me pongo en la situación de abusar más de lo que debería. Me corto completamente de quien soy y caigo en quien también puedo ser. La decisión es mía. A veces por mi propio pesar, otras, para acompañar a quienes están abatidos... Sé que no es la forma correcta y que la vida me reta a algo más: terrible y profundo, embriagador como jamás he podido imaginar... que la fuerza no proviene de mí, como tampoco el llamado; pero que la respuesta a ambos es genuinamente humana, con fallas. Sé que el Señor conmisera este estado, pero también sé que no lo aprueba. Simplemente porque se implica el daño que hago a mi propia existencia, no mía, y acarreo a los demás. De ahí que el Señor no haya planeado eso para nosotros. Y, sin embargo, miles de veces sucumbimos a la ligereza, al desatino, a la decisión por volver a quienes ya no somos, pues hemos sido salvos. El olvido, la culpa, el miedo y la soledad nos llevan a estas decisiones erráticas y dolorosas.
Hemos olvidado que somos parte de algo mucho mayor. En nuestro corazón habita la fuerza que sostiene al hombre más allá de sus capacidades. Algunos lo llaman "espíritu humano", pero no viene del hombre mismo, pues de otro modo la vida sería completamente distinta. Aquello que está en nuestro corazón no es nada menos que el Amor que nos fue dado desde antiguo y más recientemente a través de Jesucristo el Señor. Pero olvidamos ese amor y no nos regimos por él, sino por las pasiones que van y vienen en el inmenso mar de nuestra superficie. Vivimos tan ocupados de los cambios que tenemos, que olvidamos lo inmutable y la causa de nuestra hambre de absoluto. No sabemos quçenes somos y por qué estamos aquí. Así, creemos ser los peores y más indignos seres del planeta, le damos la espalda al amor, al Amor.
La culpa nos carcome el corazón hasta dejarlo seco, inútil, desesperanzado. Ya que hemos hecho tanto daño, ¿quién se interesa en nosotros? De hecho sería mejor reconocer que hemos fracasado, que la vida no está hecha para nosotros y que sería mejor volver a donde era tranquilo, donde no había un alma alerta a la voz que la llamó, al lugar que encadena, pero consuela siempre (hasta que aprendes que ese consuelo sólo te arroja en brazos de un pesar mayor) Y luego, después de pensar que hemos aprendido, nos percatamos que acabamos de caer en aquello que juramos no haríamos más, somos los peores y nos merecemos el olvido de nuestro Señor, el castigo más cruel y peor. Y, asumiendo el lugar de dioses, nos imponemos castigos llenos de rencor contra nuestra humanidad.
El resentimiento, la culpa y el olvido nos conducen a la soledad. Aislados del mundo que es mucho mejor, más digno que nosotros, los seres humanos hemos perdido la verdadera dimensión de la vida. La vida se vive con otros, pues solo no nos quiso ver Dios. Aquí estamos, en este valle de lágrimas. Siemrpe habrá alguien para escuchar y uno que necesite ser escuchado. La apertura es esencial, porque sin ella no seríamos humanos. Al principio duele, cuesta. Uno no está acostumbrado a confiar (a veces ni en Dios) y de pronto comprendemos que la soledad sólo se combate sabiendo que no se está abandonado en el combate. Siempre hay más y más personas dispuestas a arriesgar la vida para la salvación de otros... de un modo u otro, Dios siempre encuentra un instrumento.
¿Y si no? El miedo y la duda nos poblan desde pequeños. Lo que está bien o mal a veces es lo que menos importa. El problema es que el corazón del hombre siempre alberga una culpa y un miedo. Con ellos, vivirá envenenado para siempre, incapaz de aceptar el Don de Dios y abandonarse a él sin buscar otros refugios, falsos dioses que calman un momento y luego exigen más tributo a cambio de una noche tranquila, una pasión que se cumple, o cualquier otro capricho.
Todos estos obstáculos están en una superficie. Aunque cuesta llegar a ella, identificarla como lo no esencial es más complejo. Esta capa es quien hemos creído ser toda nuestra vida. Lo que debíamos ser, lo que era aceptable ser, lo que otros esperaban que fuera. No. Así nunca seremos. La definición está en el Sueño de Dios para nosotros los hombres. Ese sueño lo ha transmitido, lo ha anunciado durante mucho, mucho tiempo. Ser felices. En el corazón del hombre yace un intenso deseo de felicidad. Tan cerca y tan lejos, siempre. Es tan simple que no se cree que pueda ser así. Es tan terrible que no se atreve a hacerlo. Aún así, nuestro centro fue puesto ahí por Dios y sólo Él conoce lo que es.
Desnudos así, ante Dios, podemos ofrecer lo que pensamos, tememos, odiamos, amamos, sentimos, culpamos a otros o a nosotros mismos, desesperamos, dudamos, recordamos, añoramos, descubrimos, soñamos, planeamos, calculamos... El ser humano fue creado a imagen de Dios, que se conoce como nadie: nos conoce como nadie. Lo más intrigante es que nos deja escoger. Ha creado un camino. Mis decisiones me alejan o acercan a Él, pero lo crucial es comprender en lo profundo del corazón que Él me guía y muestra el siguiente paso. No siempre es fácil.
La vida cobra sentido para mí cuando acepto mi propia historia, pero rompo con el acuerdo de vivir en el pasado cuando ya el presente me urge, me exige que tome una decisión y no vuelva atrás. Lo muerto debe permanecer muerto. Dejemos que los muertos entierren a sus muertos. No destruyamos la obra de Dios cuando se trata de nuestra salvación. Que Dios nos acoja e ilumine en esta continua búsqueda hacia Él.
Sólo desde el Amor, la soledad se puebla, la culpa halla misericordia, el olvido no existe para quien nos ha soñado desde siempre y nos ama infinitamente, el resentimiento se torna comprensión y aceptación. El proceso es largo, pero constante. Para quien está atento al lenguaje de Dios, todo se convierte, todo cobra el sentido que tuvo la vida de Cristo, de quien somos discípulos. Para encontra a Dios no necesitas buscar, sino dejarte encontrar: desnudo, alegre y decidido.
Que Dios nos bendiga. Aumente nuestra Fe, aliente nuestra Esperanza e inflame nuestra Caridad.
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Sin rendirse
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